
Ella se paró frente al espejo y en su mesa de tocador puso la copa de vino, de una manera tan perfecta, que cualquiera podría confundirla con su ropa interior; la simetría de sus brazos y la exacta posición de sus manos denotaban la firmeza y rectitud que la mujer solía tener, al sentirse completamente sola.
¿Con quien hablar?, conmigo misma acaso, con la mujer fuerte que muestra el espejo y por dentro muere con la debilidad producida por la ausencia una vez más, de su amor, ese que teje en cada relación y que se esfuma sin pensar, cuando menos espera y cuando mejor se siente. Hablaré con él… o con ella, con el vino o con la copa que lo contiene:
- Otra vez estoy sola y usted es mi única compañía.
- Siempre lo seré o los seremos pues yo no soy nada, sin éste recipiente transparente que me contiene y deja ver mi color.
- ¿Color? tal vez sabor, sabor amargo, que endurece mi lengua, hace fruncir mis labios y pretende borrar de mi cabeza la realidad que me atañe.
- Los dos entonces- Color y sabor- color blanco o tinto, sabor dulce o amargo, todo depende de la situación y el estado anímico de quien me tome; si es feliz le sabré dulce y me saboreará despacio; si está triste, me tomará a sorbos grandes y lo hará repetidas veces hasta perder el control y echarme a mi la culpa.
- Yo no te echaré la culpa, te beberé a tragos, perderé el control, pero no será tu culpa, la culpa siempre será mía, siempre he perdido el control de mi corazón, fijándome en quien no debo y dejando entrar a mi vida a quien no quiere quedarse.
¡Permiso!-dijo la dama- levantó la copa, la llevó a su boca y bebió en un solo instante el contenido tinto o negro, pero amargo por la soledad que la amparaba; bajó el envase con cuerpo de mujer y miró a un costado y observó a lo lejos en otra mesa, al hielo, también estaba solo, amarrado como si fuese el mejor de los regalos y muriéndose como ella, pues el espacio que habitaba no era el adecuado.
- ¿Qué haces ahí? – Dijo ella enfurecida- te necesitaba en mi copa para que aclimataras esa bebida amarga que pasó por mi garganta y tampoco estabas, igual que él, tampoco estabas, te sentí tan lejos, más bien ni te sentí, como a él desde que se fue, no lo siento.
- Me dejaste amarrado y sin opción, un moño como de regalo apresuró mi deceso; yo si estaba, tú no me viste, probablemente a él tampoco lo viste mientras estuvo aquí y se fue; ahora soy yo, lentamente me muero gracias al calor que produce esa pequeña soga atada en forma cruzada por todo mi cuerpo y me muero, me muero en el lugar que no quiero y en un destino que no es el mío, me muero fuera del vino, no entré a la copa para producir frío y ahora el frío es necesario y no lo tengo, ¿Y tú tienes frío?
- Claro que tengo frío, lo he sentido una y mil veces en mi corazón, en mi cuerpo y en mi alma, siempre cuando me siento sola. ¡Que ironía!, siento el frío que acaba con mis sueños, quisiera la muerte cercana como tu la tienes, pero mi estado está obligado a un aguante mayor que el tuyo. ¡Qué lástima!, tienes razón, no te vi y pude haberte dado una mejor vida, que digo, una mejor muerte, porque es en los vinos y en los licores donde tú mueres y es en el silencio y en la soledad, donde yo me quedo, por no ver más allá.
El silencio invadió el espacio donde la soledad mandaba, se arrojó al piso, la mujer valiente sintió debilitarse, ella lloraba sin gemir, sus lágrimas rodaban por su cara y tocaban el suelo, confundiéndose con los restos del hielo, aquel que le habló antes de fallecer y del que sólo iba que quedando la soga que lo ató por mucho tiempo; otra vez quedó sola, después de la compañía con la copa y el vino, el hielo llenó otro espacio vacío, le escuchó el desahogo, pero también se fue; la soledad ha estado acompañada, la copa, el vino, el frío, el silencio han sido los cómplices de su desdicha y los testigos de su amargura. Otros llegaron sin ser invitados; cuando todo parecía opacarse un rayo de luz ingreso por su ventana, iluminó su cuerpo y volvió a salir; pensó estar alucinando a causa del hambre, pues llevaba horas después del vino y no había comido nada; el reflejo de la luz encandiló su mirada y sintió desmayarse, cuando uno de los platos del escurridor de loza dijo: - Hoy estamos sin uso, ¿acaso no hay nada para cargar? – la dama triste ignoró el comentario y dejó los platos tal cual los había encontrado, a pesar de la protesta de uno de ellos.
Ella sentía el final de la noche, el paso a seguir, aseo personal y a la cama; decidió ir en busca de su cepillo de dientes y mientras echaba la pasta dental, recordó que había dejado una torta con el encargo de comerla antes de ir a la cama y pidió perdón al plato por no utilizarle, era sólo un pedazo.
La luna se asomó tímida e incompleta, quería dar las buenas noches y se fue; la oscuridad llego y ella, la soledad sintió miedo, encendió la linterna, la luz que emitió no saludó, pero sirvió para descubrir que su cama estaba en otro sentido, en otra dirección, así durmió hasta las 6 de la mañana, cuando las gaviotas y las demás aves, señalan el comienzo y la frescura del día.
No tan sola, encontrarse tantas cosas que le hablan, jugar un ajedrez con sus amigos, permitieron a soledad aplazar su muerte, pues al descansar daba cuenta que todo era posible, hablar con el vino, discutir con el hielo, ignorar los platos, saborear una torta, acariciar un instante de luz, para concluir que: -Quien no está, no hace falta y aquel que se queda, siempre es bienvenido-.
Joaquín Antonio Arango Cano
Joaquin.arangoca@amigo.edu.co
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